LA VIRGEN DE GUADALUPE, MADRE DE LA IGLESIA
Canónigo. Dr. Eduardo Chávez Sánchez México
El Santo Padre, Juan Pablo II, afirmó que fue en México, a los pies de la Virgen de Guadalupe, cuando vislumbró la manera de realizar su Pontificado: “Visité –recuerda el Papa– el santuario de Guadalupe en enero de 1979, durante mi primera peregrinación apostólica. El viaje fue decidido como respuesta a la invitación apostólica en la Asamblea de la Conferencia de los obispos de América Latina (CELAM), en Puebla. Aquella peregrinación inspiró en cierto sentido todos los siguientes años del pontificado”.
¿Qué contiene esta devoción para que, de manera evidente, fuera tan amada por el Papa? ¿Qué fue lo que vislumbró el Santo Padre para que además proclamara Fiesta Litúrgica de Nuestra Señora de Guadalupe para todo el Continente Americano, y declarara en aquella ocasión: “La aparición de María al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el año de 1531, tuvo una repercusión decisiva para la evangelización. Este influjo va más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el Continente”? Y que además y de manera explícita el Santo Padre declarara: “América, que históricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido «en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa María de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada». Por eso, no sólo en el Centro y en el Sur, sino también en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda América”. ¿Qué tendría esta Devoción, como decía, para que explícitamente el Santo Padre proclamara todo esto y más?
Como todo Acontecimiento Salvífico, el Guadalupano, si bien se verifica en un momento histórico: hace ya 475 años, y en un lugar determinado: en el cerro del Tepeyac; trasciende fronteras, culturas, pueblos, costumbres, etc.; llega hasta lo más profundo del ser humano; además, toma en cuenta la participación precisamente de este ser humano, concreto e histórico, con sus defectos y virtudes, para que con su intervención fuera más allá de lo que la humana naturaleza permitiría. Una de las más claras manifestaciones de que en realidad se trata de un Acontecimiento Salvífico es la conversión del corazón, es el mover, en un verdadero arrepentimiento, al ser humano desde lo más profundo del alma, del espíritu y la razón, para encontrase con Dios, quien siempre es el primero en tomar esta iniciativa; haciendo realidad un cambio de vida pleno y total.
Veamos, aunque sean algunos pincelazos, los momentos más significativos de esta historia que influye decididamente en la evangelización de todo un Continente, como el mismo Santo Padre lo afirmó.
FRAY JUAN DE ZUMÁRRAGA, CABEZA DE LA IGLESIA EN MÉXICO, CLAMA A DIOS
Fray Juan de Zumárraga, primer Obispo de México.
Para los franciscanos los indígenas era objetivo primordial de la evangelización la salvación de sus almas; indígenas sometidos a una tremenda Conquista, devastados por la enfermedad de la viruela, deprimidos ante la muerte de sus dioses, y todavía estos misioneros franciscanos, por su fervor religioso, destruían los templos e ídolos indígenas, siempre justificando su paternal actitud, para el bien y la salvación de los indios; de hecho, “los frailes pensaban que estaban en una batalla titánica entre el Evangelio y las fuerzas de Satanás”4. El cristianismo era algo totalmente nuevo, que destruye los errores y los engaños. Motivados por esta mentalidad, los misioneros “fueron implacables con los templos, los ídolos y todo lo que oliera a paganismo. Desaparecieron monumentos, esculturas y códices, destruidos con furor sistemático que alimentaba y hasta exacerbaba la mentalidad de la época. Pero es de justicia reconocer que en lo que no se razonaba con lo religioso, extremaron su consideración por las culturas autóctonas. Cuidaron con amor sus lenguas, conservaron los usos y costumbres cotidianas, adaptaron su enseñanza al temperamento y capacidad de los indígenas y recogieron fielmente sus ideas y tradiciones”. Ellos querían salvar las almas de los indígenas, aunque ciertamente los indios estaban desconcertados ante estos cristianos que les imponían una fe en el amor a un Dios creador de todas las cosas, en el amor a Jesucristo, Hijo de Dios que entregó su vida por todos los hombres; en una Iglesia fundada por Jesucristo, para la salvación del mundo entero. Los frailes franciscanos lo decían claramente en los Coloquios que sostuvieron con los indios principales, decían: “traemos la Sagrada Escritura donde están escritas las palabras del sólo verdadero Dios, Señor del cielo y de la tierra, que da vida a todas las cosas al cual nunca habéis conocido. Esta y ninguna otra es la causa de nuestra venida y para esto somos enviados, para que os ayudemos a salvar y para que recibáis la misericordia que Dios os hace”. Pero la confusión entre los indígenas era grande, algunos de los españoles, que de manera contrastante, los esclavizaban, esgrimiendo el desalmado argumento de que a los indios no se les podía considerar como seres humanos y, por lo tanto, estaban incapacitados del derecho de poseer algo, y se les debía someter. Para esta clase de españoles, que se decían cristianos, los indios eran sólo objetos para obtener fácil fortuna. Los misioneros eran conscientes de la negativa y desastrosa actitud y testimonio de sus coterráneos. El historiador George Baudot declara: “La documentación franciscana de la época se estremece con los gritos de horror y de indignación de los primeros misioneros, ante el trato infligido a los indios por los colonos y por las autoridades de la primera Audiencia”.
Fray Juan de Zumárraga, primer Obispo de México, llegó a su diócesis en 1528, él fue testigo del mundo que se desplomaba ante sus ojos, cómo la tierra estaba a punto de perderse completamente y que no había ninguna salida humana, rogaba para que Dios interviniera, decía: “Asimismo me parece es bien informar a V. C. M. de lo que a la fecha en ésta pasa, porque es cosa de tanta calidad, porque si Dios no provee con remedio de su mano está la tierra en punto de perderse totalmente”.
Ciertamente, los primeros misioneros realizaron una labor admirable; defensores de los indígenas, denunciadores de injusticias; tratando de evangelizar a los nativos bajo los principios de un catolicismo del siglo XVI. Muchos de los indios fueron convertidos gracias a los frailes, su testimonio y su gran esfuerzo iba dando fruto, la catequesis y la instrucción se fue dando poco a poco. Recordemos que Juan Diego fue convertido a la fe católica gracias a ellos. No hay duda que los primeros misioneros constituyeron una de las piezas claves para la evangelización de los pobladores de las nuevas tierras recién descubiertas. Pero el trabajo se presentaba inmenso y, en mucho, fuera de su control; no sólo de frente a la evangelización de los indígenas sino, como veíamos, ante la conversión de sus mismos paisanos. Una labor titánica y, al mismo tiempo, comprensiblemente limitada. Por ello, es muy justo lo que clamaba el Obispo de México, fray Juan de Zumárraga: “si Dios no provee con remedio de su mano está la tierra en punto de perderse totalmente”. La total oscuridad se cernía en el Anáhuac.
El conocimiento de los puntos esenciales de este fuerte choque de estas dos grandes culturas, el impacto y la mezcla de las ideas religiosas, que son parte central en la Conquista, bajo los marcados rasgos de cada cultura, así como la tecnología militar avanzada de los españoles y las mismas discordias entre los grupos indígenas; la enfermedad como la viruela, y la tremenda depresión indígena; así como, la discordia que existía entre los mismos españoles, las vejaciones e injusticias de un grupo de españoles y la destrucción de las creencias religiosas indígenas de parte de los paternalistas misioneros, no daban posibilidad de contar con alguna salida; pudiera haber resultado el cataclismo de un mundo sobre otro. Sólo una intervención de otra magnitud podría crear un nuevo pueblo, una nueva raza.
DIOS INTERVIENE EN NUESTRA HISTORIA CONVIRTIÉNDOLA EN HISTORIA DE SALVACIÓN
En este contexto histórico es donde se produce uno de los eventos más importantes y evangelizadores, el llamado: Acontecimiento Guadalupano, iniciando una importante historia de la Salvación; el encuentro de la Virgen de Guadalupe con un indígena humilde llamado Juan Diego. Se inicia una evangelización que lleva a una verdadera conversión tanto de indígenas como de españoles, originando un nuevo pueblo, una nueva raza llamada a la Salvación.
En este Acontecimiento salvífico se manifiesta, de manera patente, la intervención de Dios en una evangelización conducida por medio de su propia Madre, María, para una verdadera conversión, como se expresa en el trozo del Evangelio de san Juan (Jn 2, 5): cuando, en las bodas de Caná, María, la Madre de Dios, dirige con firmeza al ser humano: “hagan todo lo que Él les diga”.
Esta es una maravillosa historia de donde surge la evangelización no sólo para México, ni para el Continente Americano, sino para el mundo entero, bajo la dirección y cauce de la Iglesia Católica.
SE INICIA UNA GRAN CONVERSIÓN TANTO DE INDÍGENAS COMO DE ESPAÑOLES, IMPRESIONANTES PEREGRINACIONES ANTE LA VIRGEN MORENA
Inmediatamente, el mensaje y la imagen de Santa María de Guadalupe fueron captados y entendidos de tal manera que se verificó una impresionante conversión en masa tanto de los indígenas como de los españoles; de tal forma que son los mismos misioneros quienes quedaron desconcertados ante estas conversiones y fueron estimulados a cumplir con su labor como instrumentos sacramentales de esta apoteótica conversión.
Ciertamente, un signo concreto, claro y objetivo de la importancia del Acontecimiento Guadalupano fue la conversión de los indígenas, que a partir de este momento se cuentan por millares. Y esto se constata por medio de las fuentes históricas; por ejemplo: fray Toribio Motolinia, además de indicarnos que la gran labor de los franciscanos había dado como resultado cierta cantidad de bautizos a indígenas, no pudo negar que en los primeros años los indios permanecían reacios a convertirse al catolicismo: “Anduvieron –declaraba el misionero– los mexicanos cinco años muy fríos”. Además, era consciente de la insignificancia de sus recursos ante la enormidad del trabajo, sus terribles problemas y la inseguridad de que fueran sinceras las conversiones; el temor de que la piedad india fuera idolatría larvada subsistió durante largo tiempo en todos los misioneros y llegó a ser para algunos, como fray Diego de Durán, una obsesión.
Sin embargo, después de esos primeros años, Motolinia nos da noticia de las grandes cantidades de indígenas que pedían el bautismo, y que en aquel momento, inexplicablemente, se contaban por miles, como se lo había informado un confraterno, decía: “fray Juan de Perpiñán y fray Francisco de Valencia, los que cada uno de estos bautizó pasaron de cien mil; de los sesenta que al presente son en este año de 1536”; Motolinia siguió haciendo cuentas de los miles y miles que se habían bautizado y llegó a la conclusión que en total en ese año de 1536: “serán –decía– hasta hoy día bautizados cerca de cinco millones”. Por su parte fray Juan de Torquemada en su obra Monarquía Indiana nos informa que “se bautizaban tantos mil en un día”.
Los mismos frailes estaban sorprendidos de esta conversión masiva, otro misionero e historiador, fray Gerónimo de Mendieta señalaba: “Al principio comenzaron a ir de doscientos en doscientos, y de trescientos en trescientos, y siempre fueron creciendo y multiplicándose, hasta venir a millares; unos de dos jornadas, otros de tres, otros de cuatro, y de más lejos; cosa a los que lo veían de mucha admiración. Acudían chicos y grandes, viejos y viejas, sanos y enfermos. Los bautizados viejos traían a sus hijos para que se los bautizasen, y los mozos bautizados a sus padres; el marido a la mujer, y la mujer al marido”. Los indios se quedaban en los monasterios aprendiendo la doctrina, daban mil vueltas a las oraciones para aprenderlas de memoria en latín. “Y al tiempo que los bautizaban, muchos recibían aquel sacramento con lágrimas. ¿Quién podía atreverse a decir que estos venían sin fe, pues de tan lejos tierras venían con tanto trabajo, no los compeliendo nadie, a buscar el sacramento del bautismo?”.
Algunos indígenas, como decía Mendieta, hacían grandes esfuerzos para llegar al monasterio en donde les pudieran administrar el sacramento del bautismo; por ejemplo, para llegar al monasterio de Guacachula, los indígenas debían atravesar sierras y barrancos, casi sin comida. Esta afluencia de indígenas no se dio como un fenómeno pasajero, ya que continuaron llegando de lejanas tierras y con todas estas dificultades durante meses; continuaba Mendieta: “afirma un religioso siervo de Dios, que pasó por allí huésped, que en cinco días que allí estuvo bautizaron él y otro sacerdote por cuenta catorce mil y doscientos y tantos. Y aunque el trabajo no era poco (porque a todos ponía óleo y crisma), dice que sentía en lo interior un no sé qué de contento en bautizar aquellos más que a otros; porque su devoción y fervor de aquellos ponía al ministro espíritu y fuerzas para los consolar a todos, y para que ninguno se les fuese desconsolado. Y cierto fue cosa de notar y maravillar, ver el ferviente deseo que estos nuevos convertidos traían al bautismo, que no se leen cosas mayores en la primitiva Iglesia. Y no sabe hombre de qué se maravillar más, o de ver así venir a esta nueva gente, o de ver cómo Dios los traía. Aunque mejor diremos, que de ver cómo Dios los traía y recibía al gremio de su santa Iglesia. Después de bautizados, era cosa notable verlos ir tan consolados, regocijados y gozosos con sus hijuelos a cuestas, que parecía no caber en sí de placer”.
Cuando esta conversión adquirió dimensión masiva, se reflexionó sobre la mejor manera de administrar el bautismo y se buscó una guía segura escribiendo al Papa para conocer las soluciones que se pudieran dar a este caso, y mientras llegaban las disposiciones de Roma, los frailes tuvieron que suspender momentáneamente los bautismos en gran masa; esto propició que los frailes vieran testimonios que les partían el corazón, la gente estaba ansiosa de tener el sacramento, con actitudes que conmovían y sorprendían a los misioneros, por ejemplo, el mismo Mendieta nos informa sobre estos indígenas a quienes no les importaban distancias, temporales, hambres, etc. con tal de tener el bautismo; y que, por supuesto, no les importaba esperar todo el tiempo que fuera necesario hasta conseguir su objetivo. Tanto en el convento de Guacachula como en el de Tlaxcala, se contaron cerca de 2,000 indígenas que pacientemente esperaban en los patios, y rogaban a cuanto misionero veían para que los bautizaran. Los misioneros fueron testigos de que, cuando se les despedía sin darles el sacramento, los indios volvían a sus casas, “llorando y quejándose, y diciendo mil lástimas, que eran para quebrar los corazones, aunque fueran de piedra”.
Y lo mismo dígase de los indígenas que trataban de confesarse: “Acaecía –decía Mendieta– por los caminos, montes y despoblados, seguir a los religiosos mil y dos mil indios y indias, sólo para confesarse, dejando desamparadas sus casas y hacienda; y muchas de ellas mujeres preñadas, y tanto que algunas parían por los caminos, y casi todas cargadas con sus hijos a cuestas. Otros viejos y viejas que apenas se podían tener en pie con sus báculos, y hasta ciegos, se hacían llevar de quince y veinte leguas a buscar confesor. De los sanos muchos venían de treinta leguas, y otros acaecía andar de monasterio en monasterio más de ochenta leguas buscando quien confesase. Porque como en cada parte había tanto que hacer, no hallaban entrada. Muchos de ellos llevaban sus mujeres e hijos y su comidilla, como si fueran de propósito a morar a otra parte. Y acaecía estarse un mes y dos meses esperando confesor, o lugar para confesarse”.
Uno de los sacramentos que más dificultades había presentado para la aceptación indígena era el Matrimonio, ya que el dejar a sus mujeres y tener sólo una, no era cosa fácil, en un esquema de familia que incluso en algunos lugares de México rige todavía. Los indígenas, pueblo entregado a la guerra y a los sacrificios humanos como parte de la armonía del cosmos, no podían imaginar el no tener muchos hijos, integrantes fundamentales de esta armonía sagrada.
Por lo que, si bien ya era de sorprender la conversión en masa que se dio poco después del gran Acontecimiento Guadalupano, y sabiendo los misioneros la resistencia que ofrecían los indios al sacramento del matrimonio con una sola mujer; resulta aún más admirable que, precisamente después del Acontecimiento Guadalupano, éstos llegaran a pedir con gran fervor el matrimonio cristiano.
Fray Toribio Motolinia nos informa sobre este proceso de cambio. Después de muchos esfuerzos y fatigas, el primer matrimonio cristiano tuvo lugar el 14 de octubre de 1526, cuando se casaron ocho parejas, entre los que se encontraba don Hernando, hermano del señor de Texcoco; Motolinia alude a este primer matrimonio en la tierra del Anáhuac, señalando esta fecha como punto de referencia debido a que los matrimonios eran muy escasos, y nos informa también la razón de esto: “los señores tenían las más mujeres, no las querían dejar, ni ellos [los frailes misioneros] se las podían quitar, ni bastaba ruegos, ni sermones, ni otra cosa que con ellos se hiciese, para que dejadas todas se casasen con una sola en faz de la Iglesia; y respondían que también los españoles tenían muchas mujeres, y si les decíamos que las tenían para su servicio, decían que ellos también la tenían para lo mismo; y así aunque estos indios tenían muchas mujeres con quien según su costumbre eran casados, también las tenían por manera de granjería, porque las hacían a todas tejer y hacer mantas y otros oficios”. Pero, en 1536 Motolinia comprueba y es testigo de que después de 1531 las cosas cambiaron radicalmente, continuaba: “ha placido a Nuestro Señor que de su voluntad de cinco a seis años a esta parte comenzaron algunos a dejar la muchedumbre de mujeres que tenían y a contentarse con una sola, casándose con ella como lo manda la Iglesia; y con los mozos que de nuevo se casan son ya tantos, que hinchan las iglesias, porque hay días de desposar cien pares; y días de doscientos y de trescientos y días de quinientos”.
Por su parte Mendieta decía: “Y era mucho de ponderar la fe de los indios, que les acaecía a muchos haber dejado las mujeres legítimas, porque no les tenían amor, y andar revueltos con las mancebas a quienes estaban aficionados, y tener en ellas tres o cuatro hijos, y por cumplir lo que se les mandaba, dejaban éstas en quien tenían puesta su afición, e iban a buscar las otras, quince y veinte leguas, porque no les negasen el bautismo”.
Los mismos misioneros estaban desconcertados de este radical cambio, de tantas y tantas sorpresivas conversiones; y trataban de razonar este fenómeno diciendo que, en parte, había sido resultado de su predicación y testimonio; como hemos dicho, no cabe duda que esto ciertamente influyó en las conversiones iniciales; sin embargo, la masiva conversión dejaba los seráficos misioneros con admiración y con expresiones de asombro, como decía Mendieta: “fue cosa de notar y maravillar”, “de mucha admiración”.
El documento histórico llamado Nican Motecpana también corrobora y confirma este cambio desde el corazón indígena, que se manifestó en la aceptación de la fe; a su modo y en estilo por esta importante fuente se nos dice que los indios: “sumidos en profundas tinieblas, todavía aman y servían a falsos diosecillos, obras manuales e imágenes de nuestro enemigo el demonio, aunque ya había llegado a sus oídos la fe, desde que oyeron que se apareció la Santa Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y desde que vieron y admiraron su perfectísima imagen, que no tiene arte humano; con lo cual abrieron mucho los ojos, cual si de repente hubiera amanecido para ellos”. Fue tal la conversión, que muchos de ellos tiraron, con sus propias manos, los antiguos ídolos: “Y luego (según los viejos dejaron pintado) algunos nobles, lo mismo que sus criados plebeyos, de buena voluntad echaron fuera de sus casas, arrojaron y esparcieron las imágenes del demonio y empezaron a creer y venerar Nuestro Señor Jesucristo y su preciosa Madre”.
El Acontecimiento Guadalupano no sólo convierte a los indígenas sino a los mismos españoles; uno de los ejemplos más explícitos de esto son los variados testimonios de los testigos en la llamada Información de 1556; donde explícitamente se hace referencia a grandes peregrinaciones de españoles a la ermita del Tepeyac, de milagros, de conversiones y del gran amor a Santa María de Guadalupe logrando grandes conversiones no sólo de los indígenas sino también de españoles. Dice el testimonio de Juan de Salazar que “la gran devoción que toda esta ciudad ha tomado a esta bendita Imagen, y los indios también, y cómo van descalzas señoras principales y muy regaladas, y a pie con sus bordones en las manos, a visitar y encomendar a nuestra Señora y de estos los naturales han recibido grande ejemplo y siguen lo mismo [...] muchas señoras de este pueblo y doncellas, así de calidad como de edad, iban descalzas y con sus bordones en las manos a la dicha ermita de nuestra Señora y que así este testigo lo ha visto, porque ha ido muchas veces a la dicha ermita, de que este testigo no poco se ha maravillado, por haber visto muchas viejas y doncellas ir a pie con sus bordones en las manos, en mucha cantidad a visitar la dicha Imagen”. Y añade este mismo testigo que incluso llegó a tal punto la devoción que “ya no se platica otra cosa en la tierra, si no es ¿dónde queréis que vayamos? vamos a nuestra Señora de Guadalupe”.
Otro testigo, el bachiller Francisco de Salazar juraba: “no solamente las personas que sin detrimento de su salud y sin vejación de su cuerpo pueden, van a pie; pero mujeres y hombres de edades mayores y enfermos, con esta devoción van a la dicha ermita”.
En su testimonio, Juan de Masseguer nos dice: “Que todo el pueblo a una tiene gran devoción en la dicha Imagen de Nuestra Señora de todo género de gente, nobles ciudadanos e indios”.
Mientras que Alvar Gómez testificó: “que es verdad que ha ido allá una vez, y que topó muchas señoras de calidad que iban a pie, y otras personas, hombres y mujeres de toda suerte, a la ida y a la venida, y que allá vio dar limosnas hartas, y que a su parecer que era con gran devoción, y que no vio cosa que le pareciese mal, sino para provocar la devoción de Nuestra Señora, y que a este testigo, viendo a los otros con tanta devoción, le provocaron más; y que le parece que es cosa que se debe favorecer y llevar adelante, especial que en esta tierra no hay otra devoción señalada, donde la gente haya tomado tanta devoción, y que con esta Santa devoción se estorban muchos de ir a las huertas, como era costumbre en esta tierra, y ahora se van allí donde no hay aparejos de huertas ni otros regalos ningunos, mas de estar delante de Nuestra Señora en contemplación y en devoción”.
En palabras sencillas, el culto a la Virgen de Guadalupe se manifiesta como una verdadera evangelización; los misioneros observaron que con el mensaje y la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe la esencia del Evangelio era entendido y movía de tal forma las almas que la conversión hacia Jesucristo era una manifestación patente de ello.
Ciertamente es sorprender este cambio, que tuvo su origen en las profundidades del corazón y esta nueva actitud que revela una luz de esperanza, la cual permitió que se llevara a cabo la evangelización de un pueblo que estaba como tierra bien preparada para recibir el mensaje de la Salvación. De hecho, se inicia una devoción que nadie podrá detener, y que aun más se fue profundizando y extendiendo durante los diversos periodos históricos que tuvieron lugar en México.
El Santuario de la Reina del Cielo, de la Niña Morena, es uno de los más visitados del mundo; miles y miles de personas caminan en peregrinación, desgranando rosarios, alzando cánticos de alabanza, oraciones de petición y súplica, de agradecimiento y reconocimiento.
A MANERA DE CONCLUSIÓN
Por ello, es importante recalcar la importancia del Acontecimiento Guadalupano, máxime en este año que se cumplen 475 años de las apariciones de Santa María de Guadalupe al indio santo, Juan Diego, en la evangelización de todo un Continente y más allá de sus confines; a un mundo que tanto necesita de la unidad, de la paz, de la solidaridad y del amor, una verdadera conversión. Porque del hombre sencillo, humilde, de buena voluntad, lleno de ese amor de Dios que nos trae María en su regazo, pueden surgir las cosas más maravillosas a favor de una nueva humanidad.
Esto es lo que señaló el mismo Santo Padre cuando con alegría y gratitud declaró: “Volvamos a Guadalupe. En el año 2002 tuve la gracia de celebrar en aquel santuario la canonización de Juan Diego. Fue una estupenda ocasión para dar gracias a Dios. Juan Diego, después de haber recibido el mensaje cristiano, sin renunciar a su identidad indígena, descubrió la profunda verdad de la nueva humanidad, en la que todos estamos llamados a ser hijos de Dios en Cristo: «Te doy gracias, Padre [...], porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a las gentes sencillas» (Mt 11, 25). Y, en este misterio, María ha tenido un papel del todo singular”.
Asimismo, desde el inicio de su pontificado, el papa Juan Pablo II nos ha expresado con gran fuerza: “no tengan miedo, no tengan miedo, abran las puertas a Cristo”; y ahora el Papa Benedicto XVI, quien pone en las manos humildes y hermosas de Santa María de Guadalupe, su Pontificado y su propia vida. Por ello, quiero terminar con uno de los párrafos más bellos del diálogo entre la Virgen de Guadalupe y san Juan Diego, el cual nos anima para continuar con la misión evangelizadora que nos ha sido encomendada: “«Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón, no tengas miedo, [...] ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?»”
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